Cuando la tarde se pone naranja
y se cierra el cielo de vientos ionizados,
camino y respiro las silbantes alas
del oxígeno nervioso de las copas de los árboles.
El cielo gris queda cegado
por la extraña luz que emiten las aceras,
y nubes y tierra guardan una charla
donde el ocaso es el verbo color de fuego.
Y viene y va la luz,
prisionera como un eco atrapado entre dos muros,
dejando un espacio donde se hacen eléctricos
los pasos secos de los segundos.
La naturaleza anuncia un suceso,
las calles quedan desiertas,
y sólo entonces salen de sus cuevas
esos otros aires,
los que te elevan susurrando
que este vértigo de víspera
es ladrillo, arcilla y barro,
del palacio que erigiste
a los escalofríos.
... y a los rayos.
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