Diseñar gigantes. Ese era el reto. Parecía elevado, celestial. Al menos daría vértigo, y el viento soplaría seguro y frío allá en la cima, en la cima del gigante. Eso era la altura para los Llamados: frío, vértigo y temor, en resumidas cuentas.
Los Llamados paseaban su alegría dondequiera que fuesen, era una alegría sincera y profunda. Estar arriba, conocer de verdad al viento, sus cambios de humor, sus rayos. En su camino feliz de grandes promesas, cuando celebraban con vino la Llamada, despreciaban los andamios que encontraban a su paso: ellos construían gigantes, estaban arriba, borrachos de aire.
El caso era que no sabían crear gigantes, y al poco acabaron diseñando andamios en ese enorme vacío que quedaba entre sus tempranas expectativas y la realidad, tan distante. Fría, eso sí, e incluso vertiginosa, pero parecía más bien un deseo mal formulado al genio de la lámpara de los Elegidos.
Así que eso no era la altura. No era frío, vértigo y temor, en resumidas cuentas. El error cayó como una losa sobre todos sus sueños de papel.
Algunos abandonaron, otros se replantearon el significado del término, y otros, los más numerosos, arremetieron contra la altura, fuese lo que fuese. Ya no era ni buena ni deseable; por el contrario, había que negarla hasta hacerla desaparecer.
Así que limitaron la estatura de la población, prohibieron los vuelos acrobáticos, los saltos fueron penados y hubo un duro debate acerca de la influencia de objetos obscenos, tales como las escaleras o los ascensores.
En cualquier caso, nadie se dio cuenta de que diseñar gigantes no es tarea de receta, papel y lápiz. Un gigante está vivo. Esas cosas no se “diseñan”. Los seres vivos no se planean con autocad.
Los gigantes estaban, en realidad, por todas partes.
El caso es que, a pesar de los esfuerzos, nadie fue capaz jamás de vislumbrar el verdadero sentido de la altura.
Pero están aquí.
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